Tropeles
de sombras huyendo en islas a través del fuego desatado. Nubes sofocantes,
rojizas, deslumbrantes.
Humaredas
negras inundan el aire. Puro y diáfano de ese día inesperado.
Fuego en
la naturaleza, desatado, ni cómo, ni porqué, es la naturaleza en forma
cambiante avisando al hombre sus quejas y llantos.
El viento
agita las ramas del bosque, desatando entre cenizas polvo y brasas.
La
curvada línea de fuego se dispersa por doquier y los árboles se quejan, lloran,
gritan.
Con un
dolor angustioso la naturaleza sufre doblemente, la tierra se reseca, los
árboles mueren.
Jamás el
fuego jugó su mejor rol. Pero poco a poco va retrocediendo sin bramidos ni
crepitaciones.
Es el
final de un día inesperado, del dolor resulta un nuevo crecer, un amanecer
lluvioso, gris, que a sabiendas existiendo los brazos y caen las lágrimas de la
naturaleza para exterminar el fuego al final de los caminos.
Y allí
donde el fuego destruyó una nueva vida verde, aún sin crecer, espera el
momento de surgir con más fuerza y más energía para que el paisaje de primavera
torne otra vez verde. Esplendoroso, mágico, hacia el último cielo, para
resurgir en primavera con las alas de las leves y primeras golondrinas.
De las
cenizas el misterio de la luz y de la vida nació múltiple el viento como un Ave
Fénix, esencia del fuego, que del humo su vuelo emprendió extendiendo sus alas,
brillando como la luz del sol para cuidar al mundo entero.
¡Símbolo
viviente de la inmortalidad y de la resurrección!
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